Venezuela: Una herida abierta que no deja de sangrar

Vivir bajo una dictadura no es simplemente soportar un régimen autoritario: es existir entre ruinas invisibles. Las ruinas de los sueños, de la voz que ya no puede alzarse, de la familia que se desintegra en la distancia. Es el precio que han pagado millones de venezolanos al verse obligados a huir del país que los vio nacer, del suelo donde enterraron a sus abuelos, del idioma que allá tiene otro acento, de la patria que quedó secuestrada por el miedo.

Huir de la dictadura de Nicolás Maduro no ha sido una elección. Ha sido un acto de supervivencia. Una reacción desesperada frente al hambre, la persecución política, la censura, y la criminalización de toda disidencia. Cuando el derecho a hablar se convierte en delito, cuando escribir un tuit puede significar una celda sin juicio, cuando una protesta pacífica termina en represión brutal, entonces la vida misma se vuelve una jaula.

La libertad de expresión no fue solo coartada: fue destruida sistemáticamente. Medios cerrados, periodistas presos, emisoras silenciadas. Las palabras empezaron a doler. Se escribían con miedo, se susurraban. Y llegó un momento en que muchos supieron que quedarse era morir en cámara lenta. Irse, aunque fuera cruzando ríos, selvas o desiertos, se volvió la única salida.

Pero el exilio no cura las heridas. Las transforma. Porque no se migra solo con maletas: se migra con culpas, con duelos, con ausencias que pesan más que cualquier equipaje. Se migra con rabia contenida, con impotencia, con la marca del desarraigo tatuada en el pecho. No es solo empezar de nuevo, es cargar con un país a cuestas, uno que ya no existe como lo recuerdas.

El que huye de una dictadura no es un turista. Es un sobreviviente. Cada vez que calló para no ser detenido. Cada vez que ocultó su rostro en una protesta. Cada vez que vio partir a un amigo que no volvió. El exiliado lleva en sí mismo la historia rota de una nación entera, y en su mirada se refleja el dolor de los que aún resisten allá, en silencio, bajo un régimen que persiste a fuerza de hambre, de propaganda, y de sangre.

Pero a pesar del destierro, de la nostalgia que se instala como un huésped permanente, muchos no han dejado de luchar. Desde el exilio se alzan voces que no pudieron callar, se organizan comunidades, se defiende la verdad. Porque, aunque la dictadura pretenda borrar la historia, existe una memoria que resiste, y una esperanza que no se rinde.

Y es que incluso desde la distancia, Venezuela sigue latiendo en cada uno de sus hijos desperdigados por el mundo, como un país fragmentado pero no vencido.

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