Autor: PaolaMunoz

  • Venezuela en Oslo

    Oslo, la ciudad donde la historia suele hablar en voz baja pero con eco eterno, fue hoy testigo de un momento que trasciende premios y protocoles. En el escenario donde se honra a quienes han defendido la dignidad humana frente a la opresión, resonó un nombre que carga con el peso de un país herido pero no rendido: María Corina Machado.

    La entrega del Premio Nobel no fue solo un reconocimiento individual. Fue un acto profundamente político en el sentido más noble de la palabra: la defensa de la libertad, de la verdad y de la democracia. En cada aplauso del auditorio se sentía la voz de millones de venezolanos que no pudieron estar allí, pero que han resistido durante años el exilio, la persecución, el silencio forzado y la pérdida.

    María Corina llegó a Oslo no como una figura distante, sino como el rostro visible de una lucha colectiva. Su historia es la de una mujer que decidió no negociar principios, aun cuando el costo fue la amenaza constante, la inhabilitación y el intento sistemático de borrarla del escenario político. Sin embargo, allí estaba: firme, serena, sin rencor, pero con una convicción inquebrantable.

    El Nobel entregado hoy es también un mensaje al mundo. Un recordatorio de que Venezuela existe más allá de las cifras, de las sanciones y de los titulares fugaces. Existe en la valentía de quienes no se resignan. Existe en la esperanza que, pese a todo, se niega a morir.

    Desde Oslo, el nombre de Venezuela volvió a pronunciarse con respeto. Y por primera vez en mucho tiempo, no fue para hablar de tragedia, sino de coraje. No fue para describir el colapso, sino para reconocer la resistencia.

    La historia juzgará a los responsables del dolor. Pero hoy, la historia también dejó constancia de algo esencial: la libertad siempre encuentra una voz, y esta vez habló con acento venezolano.

  • El pollo cantó toda la verdad

    La reciente carta del Pollo Carvajal no es un simple gesto político ni un intento de redención personal. Es un terremoto moral que vuelve a exponer, con nombres y estructuras, cómo el régimen venezolano ha sostenido por décadas un sistema de corrupción, persecución y manipulación institucional.

    Carvajal fue parte del corazón del poder. Conoció desde adentro las operaciones, los secretos y las alianzas oscuras que permitieron que una élite se consolidara a costa del sufrimiento de un país entero. Por eso su testimonio pesa: porque no habla desde la distancia, sino desde la profundidad del mismo aparato que hoy señala.

    Su carta revela lo que millones de venezolanos han denunciado durante años:

    La instrumentalización de la justicia, el uso del Estado como arma política, el financiamiento de intereses ilícitos y la conexión directa entre altos funcionarios y redes criminales. Cada afirmación es un recordatorio de que lo que hemos vivido no ha sido un simple mal gobierno, sino un proyecto estructurado de devastación nacional.

    Pero más allá de lo que revela, la carta también marca un punto en común:

    El régimen se está fracturando desde adentro. Cuando quienes formaron parte de su núcleo comienzan a hablar, es porque la impunidad ya no es garantía. La verdad empieza a escapar por las grietas.

    Venezuela lleva años pagando las consecuencias de un poder que sembró miedo, silencio y miseria. Hoy, testimonios como este abren un espacio para la memoria, para la justicia y para la reconstrucción moral de un país que exige respuestas.

    La carta del Pollo Carvajal no es el final, pero sí un recordatorio contundente:

    la verdad siempre llega, incluso desde quienes callaron demasiado tiempo

  • Aferrarse al poder cómo vía de escape

    En Venezuela, el poder se ha convertido en un fin absoluto y Nicolás Maduro es su guardián más obstinado. Su permanencia en el poder no se sostiene en legitimidad, sino en un entramado de control político, social y militar que ha convertido al país en un territorio donde la represión es política de Estado y la justicia es un privilegio reservado para unos pocos.

    Mientras el régimen se aferra a su autoridad a través de elecciones cuestionadas, persecución a voces críticas y uso de organismos de seguridad como herramientas de intimidación, una realidad aún más oscura permanece silenciada: las muertes en las cárceles venezolanas, donde cientos de prisioneros políticos viven en condiciones infrahumanas, sin garantías judiciales, sin atención médica y, en muchos casos, sin esperanza de liberación.

    Los centros de reclusión —desde El Helicoide hasta las cárceles regionales— se han convertido en espacios diseñados no para rehabilitar, sino para quebrar. Allí, opositores, activistas, periodistas y ciudadanos que simplemente se atrevieron a disentir han sido torturados, aislados y sometidos a tratos crueles que vulneran todas las normas internacionales de derechos humanos.

    Cada muerte dentro de estas instituciones es un recordatorio de la crueldad del sistema. Son vidas borradas por la negligencia, la violencia institucional y la impunidad. Son nombres que se suman a una lista que el régimen intenta minimizar mientras fortalece su maquinaria de dominación.

    Lo más doloroso es que estas vidas se pierden en silencio mientras el poder se mantiene intacto. Maduro gobierna rodeado de cúpulas que lo protegen, estructuras que dependen de su permanencia y alianzas que garantizan su continuidad, aun cuando el país entero se desangra.

    Pero la historia demuestra que ningún régimen que se sostiene en el sufrimiento de su gente es eterno. Por más que intenten manipular instituciones, coartar libertades y sofocar a la sociedad civil, la verdad se abre paso. Y esa verdad es simple y contundente: Venezuela merece libertad, justicia y dignidad.

    Hoy más que nunca, recordar y denunciar estas muertes no es un acto político: es un acto humano. Es negarse a normalizar la barbarie. Es hacer memoria para que, cuando finalmente llegue la transición, nadie pueda decir que no sabía lo que pasaba.

    Porque mientras Maduro intenta perpetuarse en el poder, la lucha por los derechos humanos y la vida continúa, y el mundo debe seguir mirando hacia Venezuela.

  • La narcodictadura en la cuerda floja

    Estados Unidos identificó al Cártel de los Soles —una red integrada por altos mandos militares, funcionarios y operadores del régimen venezolano— como una organización criminal dedicada al narcotráfico internacional, al lavado de dinero y a operaciones de corrupción a gran escala. La designación se basó en años de investigaciones federales, interceptaciones, testimonios de desertores y decomisos de cargamentos de droga vinculados directamente a estructuras del Estado venezolano.

    En 2020, el Departamento de Justicia de EE.UU. dio un paso histórico: acusó formalmente a Nicolás Maduro y a varios de sus principales colaboradores por narcoterrorismo, conspiración para traficar cocaína hacia territorio estadounidense y participación directa en la protección del Cártel de los Soles. La acusación describe a Maduro como la figura que permitió, coordinó y supervisó rutas, cargamentos y alianzas con grupos armados como las FARC, recibiendo beneficios políticos y económicos a cambio.

    Esta designación no solo exhibe el grado de penetración del narcotráfico en la élite del poder venezolano, sino que coloca al régimen en la misma categoría de organizaciones criminales transnacionales perseguidas por EE.UU., con recompensas millonarias por información que lleve a la captura de sus miembros.

    En esencia: Maduro y el Cártel de los Soles fueron señalados como una organización de narcoterrorismo protegida desde el Estado, responsable de utilizar a Venezuela como corredor de cocaína y como plataforma de poder 

  • El dolor e impotencia de los presos politicos

    Las denuncias sobre las condiciones de los presos políticos en las cárceles de El Rodeo no son nuevas, pero cada testimonio reciente confirma lo que ya se ha vuelto un patrón estructural: la crueldad no es un exceso, sino una práctica sistemática.

    Desde hace años, organizaciones de derechos humanos han documentado un mismo esquema de abuso: incomunicación prolongada, torturas físicas y psicológicas, negación de atención médica y castigos colectivos. Estas prácticas, lejos de ser sancionadas, se repiten con impunidad, configurando un sistema penitenciario diseñado más para quebrar que para reeducar.

    En El Rodeo, la línea entre castigo y venganza política se ha desdibujado. Los detenidos por motivos de conciencia son tratados como enemigos del Estado, privados de las mínimas garantías jurídicas y humanas. Muchos son recluidos en condiciones infrahumanas, sin acceso regular a sus familiares o abogados, mientras sus causas se dilatan indefinidamente en los tribunales.

    Lo más preocupante es la normalización del horror. La sociedad venezolana, golpeada por múltiples crisis, ha aprendido a convivir con el silencio que rodea a las cárceles. Sin embargo, detrás de esos muros, la represión se sostiene sobre cuerpos y nombres concretos. Cada caso ignorado fortalece la maquinaria del miedo y perpetúa la impunidad.

    Hablar de El Rodeo hoy no es solo hablar de una prisión: es hablar del reflejo de un país donde el poder se impone mediante el sufrimiento de quienes piensan distinto. Y mientras las puertas sigan cerradas y las voces acalladas, la pregunta seguirá siendo la misma: ¿hasta cuándo la crueldad será política de Estado?

  • Los días de Maduro están contados

    Nicolás Maduro puede seguir aferrado al poder, rodeado de militares corruptos y cómplices del saqueo, pero la verdad es una: sus días están contados. Ninguna dictadura dura para siempre, y la suya se desmorona entre la miseria que sembró y el rechazo imparable de un pueblo que ya no tiene miedo.

    Las recientes advertencias de Donald Trump no son meras palabras diplomáticas: son un recordatorio de que el mundo no ha olvidado los crímenes del régimen chavista. El mensaje es claro: la impunidad se acabó. Maduro y su círculo saben que el tiempo de los discursos terminó; ahora empieza el de las consecuencias.

    Mientras Venezuela se hunde en la pobreza, el régimen se enriquece con el dolor ajeno, exportando migrantes, narcotráfico y represión. Pero cada acto de abuso los acerca más a su final. La historia es implacable con los tiranos, y el destino de Maduro será el mismo que el de todo dictador: caer, solo y repudiado.

    El pueblo venezolano ha resistido hambre, persecución y censura, pero también ha aprendido a esperar el momento justo. Ese momento está llegando. El fin del régimen no será una negociación, será una liberación.

    Maduro puede seguir mintiendo, puede seguir reprimiendo, pero ya no puede detener lo inevitable: Venezuela despertó, y no volverá a callar.

  • Nos quieren borrar

    El régimen de Maduro pretende quitarnos la nacionalidad a los venezolanos que nos fuimos, como si el exilio fuera traición y no consecuencia del hostigamiento, persecusion y del dolor que hemos vivido por anos. Pero nadie puede despojar a un pueblo de su raíz.

    Podrán quitarnos el pasaporte, cerrarnos las puertas del consulado, borrar nuestros nombres de sus registros… pero no pueden arrancarnos lo que somos. Somos venezolanos por nacimiento, por memoria y por amor.

    Cada uno de los que está afuera lleva a Venezuela en el acento, en la nostalgia, en la esperanza de volver a un país libre.
    Ningún decreto puede desterrar el alma de una nación.

    Seguimos en pie de lucha por cada sueno que siga latiendo en la esperanza de ver a nuestro pais resurgir de las cenizas, fuego que ellos nos han hecho vivir durante todos estos anos de dictadura, miedo y exilio. No es mas venezolano quien se va o quien se queda, es lo que siempre han querido hacer a traves de las diferencias, dividirnos.

    Venezuela siempre estara en el alma de todo aquel que la extrana, la anora y recuerda como aquella democracia de los 90, donde expresar tu voluntad no era delito. Sigo como muchos sonando con una Venezuela prospera y llena de oportunidades, en el nombre de Dios, AMEN.

  • Voces silenciadas

    En Venezuela, contar la verdad se ha convertido en un acto de valentía… y de alto riesgo. En la tierra que alguna vez soñó con libertad, hoy hay periodistas tras los barrotes, voces acalladas por un poder que teme a las palabras más que a las armas.

    Cada día, hombres y mujeres que empuñan un micrófono, una cámara o una libreta enfrentan la furia de un régimen que ha hecho del silencio su estrategia de supervivencia. Nicolás Maduro, el autoproclamado defensor del pueblo, se ha transformado en su verdugo. Con su aparato represivo —cárceles, jueces serviles, militares y censura— ha encarcelado la verdad y perseguido a quienes la defienden.

    No se trata de política, se trata de dignidad humana.
    Se trata de periodistas como Nakary Mena Ramos y Gianni González, detenidos por informar sobre la inseguridad en Caracas. De Yousner Alvarado y Deysi Peña, acusados absurdamente de “terrorismo” por mostrar lo que el régimen quiere ocultar. De tantos otros nombres que hoy se pierden entre barrotes, golpes y juicios sin justicia.

    ¿Su crimen? Decir la verdad.
    ¿Su castigo? El silencio forzado.

    Mientras el gobierno de Maduro se aferra al poder con mentiras y violencia, el periodismo libre resiste en trincheras digitales, desde el exilio o la clandestinidad. Las redacciones se han convertido en refugios. Las redes, en los últimos espacios de resistencia. Pero incluso ahí, la represión acecha: bloqueos, amenazas, hackeos, miedo.

    Y sin embargo… la verdad sigue viva. Porque la verdad siempre encuentra caminos para salir. Porque por cada periodista encarcelado, hay cien dispuestos a seguir escribiendo su nombre, a contar su historia, a romper el muro del silencio.

    Maduro podrá encarcelar cuerpos, pero no puede encarcelar conciencias.
    Podrá apagar micrófonos, pero no podrá callar la memoria.
    Podrá manipular la justicia, pero no podrá borrar la injusticia.

    El mundo no puede mirar hacia otro lado.
    Cada periodista preso en Venezuela es una herida abierta en la democracia latinoamericana.
    Cada golpe, cada amenaza, cada censura, es una derrota para todos los que creemos en la libertad.

    Por eso este texto no es solo una denuncia: es un grito.
    Un grito por los que no pueden hablar.
    Un grito contra un dictador que viola derechos humanos, que persigue, encarcela y destruye la verdad.
    Un grito que dice, alto y claro.

  • Nuestro santos venezolanos

    En esta tierra donde tantas veces nos han querido arrancar la esperanza, siguen naciendo milagros. No los que vienen con fuegos artificiales ni titulares, sino los que brotan del alma de un pueblo que, aunque herido, no se rinde.

    Hoy quiero hablarte de dos venezolanos que no solo forman parte de nuestra historia, sino de nuestra resistencia: José Gregorio Hernández y Carmen Rendiles. No eran ricos, no tenían poder. No buscaban reconocimiento. Simplemente decidieron amar, servir y sanar. Y por eso hoy son santos.

    José Gregorio, el médico que caminaba las calles con su sombrero y su maletín, no preguntaba si podías pagar. Te veía a los ojos y entendía tu dolor. Sanaba cuerpos, pero también corazones. Su fe no era de iglesia solamente; era de acción, de justicia, de compromiso con el prójimo.

    Carmen Rendiles, nacida sin un brazo, escuchó desde niña las burlas y el silencio cruel de una sociedad que no siempre abraza lo distinto. Pero en vez de encerrarse en el dolor, convirtió su ausencia en fuerza. Fundó una congregación, cuidó a los enfermos, enseñó a los niños, acompañó a los que no tenían voz.

    Venezuela necesita recordar que de esta tierra nacen gigantes. Que no todo está podrido. Que la bondad no ha muerto. Que todavía hay ejemplos que nos levantan la cabeza y nos limpian las lágrimas.

    Vivimos bajo un régimen que ha intentado arrancarnos el alma. Nos han empujado al exilio, nos han arrebatado la comida, la electricidad, la libertad. Nos han querido convencer de que no valemos, de que aquí no hay futuro. Pero no han podido.

    Porque cuando nos miramos en el espejo de José Gregorio y Carmen, entendemos que la esperanza no se pide: se construye. Con cada acto de amor, con cada madre que resiste para darle pan a su hijo, con cada joven que sueña, con cada médico que no se va, con cada anciano que sigue rezando por su país.

    Ellos no tuvieron gobiernos que los apoyaran. No tuvieron riquezas. Lo que sí tuvieron fue valor. El mismo valor que está hoy escondido en el corazón de cada venezolano que se levanta pese a todo. Que sigue creyendo en la bondad. Que ayuda a un vecino. Que cuida a su familia. Que no se acostumbra al miedo.

    Somos un pueblo herido, sí. Pero no somos esclavos. No lo fuimos nunca.

    Este país no está muerto. Está dormido, quizás. Golpeado, sí. Pero late. Late con fuerza.

    Y cuando esto termine —porque sí, un día va a terminar— no serán los corruptos quienes llenen las plazas. Serán los humildes. Serán los que resistieron. Serás tú, seré yo. Seremos todos los que nunca dejamos de amar esta tierra rota.

    Venezuela no necesita héroes con capas. Necesita santos con manos sucias. Como tú. Como yo. Como los que, aun con miedo, siguen luchando por un país mejor.

    Y mientras eso llega, que José Gregorio interceda por nosotros, y que Carmen nos abrace desde el cielo. Que nos recuerden que aún en la noche más oscura… hay luz.

    Y esa luz, hermano, hermana… eres tú.

  • Nuestra novel de la Paz

    Hoy se abre un nuevo capítulo en la historia de Venezuela, uno que nos llena de orgullo y nos da aliento: María Corina Machado ha sido galardonada con el Premio Nobel de la Paz 2025, un reconocimiento inmenso no solo para ella, sino para todo un pueblo que no ha dejado de luchar.

    Este premio no cae del cielo; llega después de años de resistencia, de sacrificio, de noches sin dormir, persecuciones, exilios y censuras. Machado ha sido reconocida “por su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha para lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”.

    Pero este Nobel, más que para ella, es para nosotros: para quienes seguimos creyendo en la dignidad, aun cuando pareciera que todo está en contra; para quienes hemos guardado la esperanza en el corazón a pesar del hambre de justicia; para quienes hemos gritado en silencio o en voz alta que queremos paz, libertad y democracia.

    Porque este reconocimiento internacional es una luz potente que atraviesa la oscuridad: nos recuerda que no estamos solos, que el mundo nos mira y reconoce nuestra verdad. Nos confirma que el coraje civil cuenta, que la disciplina de la resistencia, la unidad y el deseo de un cambio real no son en vano.

    Quizás ahora más que nunca tengamos que asumir la responsabilidad de honrar este premio. Porque recibirlo no basta: este premio debe impulsarnos a persistir, a renovar compromisos, a cuidar los valores que nos dignifican: la verdad, la justicia, el respeto a los derechos humanos. Debemos usar esta victoria moral como trampolín para exigir, con fuerza y con fe, la transición democrática como Machado misma lo dijo.

    Y sí, duele ver lo que hemos perdido, lo que aún sufrimos; pero hoy se abre una puerta hacia lo que podemos ganar. Ganar libertad, ganar dignidad, ganar el derecho de decidir nuestro destino sin miedos, sin amenazas, sin rendiciones.

    María Corina hoy nos da una razón más para creer. No solo en ella, sino en nosotros: en la fuerza del pueblo venezolano que jamás se aparta de su anhelo de justicia. Que esta victoria simbólica se convierta en victoria concreta: que pronto celebremos un país libre, donde la paz verdaderamente brote de la libertad, de la igualdad, del respeto mutuo.

    Venezuela será libre. Y este Nobel sí lo demuestra: la victoria es posible.